
Foto: Research Land
El 75.5% de los mexicanos percibe a las autoridades como corruptas; Guanajuato, Morelos y Aguascalientes lideran en desconfianza.
La corrupción sigue siendo uno de los males más profundos y persistentes de México.
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En 2025, los datos confirman que este fenómeno continúa impregnando la vida pública y erosionando la confianza ciudadana.
Aunque la honestidad y el cumplimiento institucional existen en sectores aislados, la percepción dominante es la de un sistema atrapado en la impunidad y la desigualdad ante la ley.
A nivel nacional, el 75.5% de los mexicanos considera que las autoridades actúan con corrupción, frente a solo 24.5% que percibe honestidad.
Este dato resume el ánimo social: tres de cada cuatro personas creen que las instituciones públicas operan bajo prácticas indebidas, desde sobornos hasta abuso de poder.
El análisis territorial revela contrastes marcados.
Los estados donde más se percibe corrupción son Guanajuato (84.5%), Morelos (83.3%), Aguascalientes (83.3%), Durango (82%) y Baja California (82%).
En contraste, las entidades donde la percepción de corrupción es relativamente menor —aunque aún alarmantemente alta— son Guerrero (70.4%), Sonora (68.5%), Nuevo León (63.3%), Hidalgo (62.3%) y Tamaulipas (54.6%).
Estas cifras confirman que la corrupción no es un fenómeno aislado ni regional: incluso en los estados “menos corruptos”, más de la mitad de los ciudadanos perciben que las autoridades no actúan con transparencia.
La magnitud del problema se refleja en las experiencias concretas que los ciudadanos reportan. Entre quienes perciben corrupción, los hechos más mencionados son:
Los datos muestran una relación directa entre corrupción e impunidad: el soborno y el abuso de poder se repiten en todos los niveles, mientras que el acceso desigual a la justicia refuerza la percepción de que la ley solo se aplica de forma selectiva.
El conjunto de estas experiencias explica por qué la percepción de corrupción alcanza al 74.7% de la población (56.6 millones de personas), una proporción que difícilmente se encuentra en otros países con sistemas institucionales comparables.
La corrupción se ha vuelto parte del día a día: no solo en las altas esferas del poder, sino en los trámites cotidianos, en las calles, en las oficinas públicas y hasta en el acceso a servicios básicos.
A pesar del panorama sombrío, existe un 24.5% de la población que reporta experiencias de honestidad o integridad institucional, equivalente a 19.2 millones de personas.
Entre los elementos que sustentan esta percepción positiva se encuentran:
Estas cifras demuestran que existen sectores del servicio público donde los ciudadanos identifican esfuerzo y compromiso.
Sin embargo, su impacto es todavía marginal frente al peso del desencanto general.
La proporción de personas que asocia honestidad con eficiencia o integridad es demasiado baja para modificar la narrativa dominante de desconfianza.
Los datos no solo exponen casos aislados, sino un sistema institucional debilitado por la normalización del soborno y la falta de consecuencias.
La corrupción se manifiesta en múltiples niveles: desde el cohecho y el desfalco hasta la colusión con el crimen organizado.
Esta dinámica perpetúa un círculo vicioso donde la impunidad alimenta la desconfianza, y la desconfianza facilita nuevas formas de corrupción.
La percepción ciudadana también señala un punto clave: el problema no radica únicamente en los actos ilícitos, sino en la ausencia de sanciones efectivas.
Cuando las autoridades implicadas en desvíos, sobornos o abusos de poder no enfrentan consecuencias reales, se transmite el mensaje de que la corrupción no solo es tolerada, sino que puede ser parte del funcionamiento normal del Estado.
Las consecuencias son profundas: deterioro de los servicios públicos, pérdida de inversión extranjera, desigualdad en la justicia y erosión del tejido social.
En términos prácticos, cada acto de corrupción —por pequeño que parezca— se traduce en menos recursos para educación, salud, infraestructura o seguridad.
El panorama a través del 2025 muestra que la corrupción en México no es una anomalía, sino una estructura incrustada en la vida institucional.
El 75.5% de desconfianza hacia las autoridades refleja no solo el hartazgo ciudadano, sino la percepción de que las reformas, los discursos y las promesas no han logrado alterar la realidad cotidiana.
La solución, sin embargo, no se limita a aumentar sanciones. Implica reconstruir la legitimidad del Estado desde su base: fortalecer la rendición de cuentas, profesionalizar el servicio público, blindar la gestión de recursos y garantizar que la ley se aplique sin excepciones.
Mientras la impunidad siga siendo la norma y no la excepción, la corrupción seguirá siendo el espejo más crudo de la desigualdad mexicana: un recordatorio de que los derechos y la justicia no pesan igual para todos.